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viernes, 17 de abril de 2015

Atrévete

Había recorrido aquel camino centenares de veces en su vida. Desde que era una niña, cuando quería salir del excesivo hastío que la suponía la comodidad y perfección exterior de su hogar. Entonces fingía alguna excusa que sus padres dócilmente creían y se dirigía con paso firme por el pedregoso camino que conducía hasta el acantilado. Era un recorrido que tendía constantemente hacia el cielo, pero ella disfrutaba de la sensación de los guijarros clavándose en la planta de sus pies, creando pequeñas hendiduras que sanar secretamente en casa. La gustaba pensar que era el peaje que debía pagar por disfrutar de aquellas vistas en las que se sentía libre. Allí se abstraía y el tiempo volaba hasta que un vistazo fugaz a la muñeca cuando la luz de la luna empezaba a bañar su cuerpo recordaba que era tiempo de regresar.

Pero aquella mañana era distinta. En su casa no había nadie a quien engañar con alguna torpe excusa y tampoco hubiera hecho falta, pues ya no era aquella niña que se escapaba en secreto. A pesar de que aún conservaba su aspecto grácil y delicado debido a su juventud, se había convertido en una mujer. Lo que permanecía inalterable eran los secretos que su corazón guardaba. Nunca había sido capaz de contárselos a nadie porque cada vez que esa idea cruzaba su mente, un fuerte nudo la ataba las cuerdas vocales a un silencio irrompible. No la creerían, pensarían quizá que estaba loca, aún tenía que madurar... todos esos pensamientos se entrecruzaban en esos segundos entre la orden que su cerebro daba a su boca para que hablara y el momento en el que el corazón rechazaba el mandato.

En la alborada de aquel día, cuando sus ojos comenzaban a abrirse con la pereza de las primeras luces que van recorriendo las calles, había tomado la decisión. Durante una hora se había visto incapaz de levantarse de la cama, paralizada por la falta de motivos para hacerlo, para emprender otra jornada de rutina insípida y aburrida. Entonces había resuelto emprender el camino al acantilado y liberarse al fin de todas las ataduras.

El recorrido que normalmente pasaba en segundos por su cabeza, la habían parecido horas en aquella ocasión, dando vueltas a su decisión. Pero finalmente había llegado al borde donde tantas veces jugó a que su vida era otra. Se situó al filo del vacío y recorrió con la vista toda la pared. Contempló con deleite el escarpado de metros y metros de roca horadada por tantos años de agua y viento golpeando hasta la extenuación; llegando hasta donde la bravura del mar parecía reclamarla en la espuma blanca que se colaba por las rendijas creadas por el tiempo. Todo ello la recordaba a cuando de niña espiaba a su hermano mientras se afeitaba provocando con cada pasada heridas en su piel debido a la inexperiencia que a ella la hacían sonreír. 

Recordaba la primera vez que se había atrevido a mirar abajo. Fue un día de septiembre, cuando tras volver del instituto había subido de nuevo en secreto y al llegar arriba había visto a aquel chico sentado en el borde. Paralizada por descubrir que ese lugar no solo la pertenecía a ella, se había quedado petrificada, incapaz de decir nada y observando a ese extraño que, de espaldas, no la había visto. Pasados apenas unos minutos, él se había puesto de pie y en un segundo se había lanzado mar abajo. No pudo parar el grito que le brotó de la garganta pero que se había ahogado en el contacto con su lengua. Corrió hasta el borde y al fin se atrevió a mirar abajo. No vio nada.

No conocía a aquel chico y no dijo nada, pero pensó que en un pueblo pequeño como el suyo su desaparición sería la comidilla en los días venideros. Leyó el periódico con fruición, prestó atención a cada conversación e incluso intentó forzar preguntas que llevaban a carreteras muertas. Parecía que aquel chico había aparecido de la nada. Pasados unos días se había atrevido a volver al acantilado para situarse en el borde. Al mirar hacia abajo, allí estaba aquel chico bañándose en el mar, luchando contra el oleaje con una sonrisa en su cara. Cuando él la vio la invitó a unirse a él, algo que ella rechazó. Lo mismo sucedió cada día que subió al acantilado, fuera verano o invierno, en los años siguientes hasta entablar una relación de confianza mutua a base de palabras y sentimientos, que ninguno de los dos quiso romper acercando su distancia física, pues también ella le había invitado a subir para estar juntos, obteniendo la misma respuesta.

Habían hablado mucho de sus vidas y él parecía entender a la perfección lo que la sucedía. En muchas ocasiones, la había forzado de forma pícara a casi tomar la decisión de bañarse con él mediante un suave atrévete que penetraba dócilmente por su oído y se acomodaba en sus pensamientos. Pero ella no se había atrevido. Hasta aquella mañana.

De pie en el acantilado, jugó con su pie derecho por el borde con la sensación de peligro que supone asirse a la vida solo con un punto de apoyo. Pero en aquella ocasión él no estaba bañándose. Le llamó a gritos sin resultado. No intuía que, como el día que se conocieron, él sí estaba viéndola. Situada en el borde no podía ver como la observaba en silencio a su espalda. Y él estaba incapacitado para hablar, absorto por su belleza ahora que la contemplaba de cerca.

Con pasos pequeños y lentos se fue acercando mientras ella jugaba en el borde y le llamaba. Se situó a centímetros deseando empujarla al mar con él pero incapaz de hacerlo, pues quería que ella por sí misma tomara la decisión si es lo que deseaba. Allí situado a su lado, cuando la respiración que exhalaba directamente a su cuello se mezclaba con la brisa marina hasta besar su piel, había alzado los brazos hasta situarlos centímetros por encima de sus hombros, como quien se calienta en una hoguera guardando la distancia justa para no quemarse. En esa posición había empezado a recorrer sin tocarla el contorno de sus hombros desnudos, anclando su mirada al dibujo que formaban la unión de ambos en su espalda, bajando por los brazos y se había imaginado desatando cada uno de los nudos de su espalda con delicados movimientos de sus manos que respondieran a la violencia de su corazón. Cuando ella calló de llamarlo y echó la cabeza ligeramente hacia atrás para mirar al cielo, la punta de sus cabellos revueltos en todas direcciones por el viento jugueteaban con las cosquillas de su rostro sin que él pudiera evitar el esbozo de una sonrisa de satisfacción por ese ligero contacto entre ellos.

Pero ella siguió sin percatarse de su presencia y a pesar de que al echar la vista al cielo había pensado simplemente en dejarse caer y esperar en el mar a que él apareciera, no se había atrevido. Sin sus palabras acuchillándola los pensamientos no se sentía capaz de dar el paso. Así que decidió sentarse en el borde a esperar o a simplemente dejar pasar el tiempo, mientras él la observaba callado. Estuvo horas oteando el horizonte y la calma de un mar habitualmente bravo cuando él se bañaba, pero aquel día no estaba allí. Decepcionada, decidió emprender el camino de regreso a casa, pensando al igual que en la subida si su decisión era la correcta o la faltaba determinación.

Sabía que su corazón deseaba bañarse junto a aquel chico que siempre la miraba desde el mar, invitándola a vivir, pero su cabeza había decidido morir viviendo ahora que le tenía tan cerca.

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