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jueves, 12 de julio de 2018

Lo que no se dice

Las primeras palabras pueden marcar un rumbo, aunque luego seamos capaces de retorcerlo, girarlo, romperlo e incluso detenerlo, quién sabe si para recuperarlo o no con el tiempo.

A veces esas frases iniciales terminan ahí y quedarán enterradas en el cementerio de las oraciones que nunca significaron nada. En otros muchos casos, serán el pequeño hilo que como un ovillo que rueda entre las patas de los gatos se irá desenmarañando sin una dirección concreta pero que permanece unido de principio a final. Como si cada parte de la conversación sujetara con firmeza un extremo sin saber cuando es que ese deambular encontrará su término, si lo hace. ¿Habrá algo al otro lado o simplemente asimos un hilo tan fino que no vemos el anzuelo? ¿será grueso como la mecha en un cartucho que observamos con pánico esperando que explote?

No sabemos nada y eso es lo atractivo y también lo peligroso de la incertidumbre, como cuando transitas un camino por primera vez en noches sin luna, como cuando regresabas a casa de esas noches que parecían no terminar nunca guiado más por la intuición que por la claridad al pensar.

Es importante lo que se dice en esas conversaciones, pero lo es más aún lo que no se dice porque eso será precisamente el hilo conductor, el núcleo de lo que se quiere decir. Si nos atreviésemos a hacerlo aflorar ¿qué lugar quedaría para esas sensaciones con capacidad de asaltar un alma? ¿Será mejor callar?

Ya no habría lugar para esas palabras que se disparan a la garganta cuando unos ojos claros te miran para acabar chocando en la lengua hasta diluirse en las comisuras de unos labios callados. Como un ligero silbido apenas perceptible, como el profundo suspiro exhalado al pensar en los mismos ojos sin saber si aún queda tu reflejo en su pupila. 

Dónde quedaría el cosquilleo en los dedos sabiendo lo que quieres escribir pero sin poder hacerlo, calculando minuciosamente cada palabra, jugando con ellas sorbiendo todos sus matices para no dar un traspié que aleje esa sonrisa apenas esbozada en la pantalla. Como si de una guerra se tratara, la misma que libraron otros como Benedetti de forma más acertada: estudiando las decenas de tácticas a emplear para llegar a una simple estrategia.

Para mi esta es igual de simple: la escalada hasta tu sonrisa, con el objeto de sentir el vértigo teniendo cerca de mis ojos y labios los tuyos, y hacer vivac en ella, acunado en esa media luna que es de las que calla para decirlo todo. La pureza de una sonrisa que araña en la piel como los primeros rayos de sol de verano; que daña de la misma forma que sana; de las que se transforman al verlas en la tuya propia, como la energía que no se crea ni destruye. Así es la sonrisa para quien te ha contemplado, una que solo se transforma de abrigo en invierno a fuego en verano. 

Quizá sea a ese fuego donde arrojamos todo lo que se desea gritar y sin embargo callamos. Por eso se mantiene el pecho incandescente, marcado por una barra de hierro al rojo, aguardando a que la saliva de tus labios ígneos, le devuelva su temperatura, la que dejaría el frío del último beso hasta que nos veamos de nuevo.

Y es que lo que no se dice no cabe en un puñado de versos ni en una gastada prosa, pero se resume en el anhelo de un beso. Tu beso.

viernes, 20 de abril de 2018

Respiración de ascensor

Me monto y cierro aún pugnando con un pequeño bostezo y las legañas de la mañana. Ni siquiera tengo claro si he cerrado bien la puerta de casa pero cuando me acomodo contra la pared del ascensor intento todo por parecer despierto. Por lo que puedan pensar. 

Con lentitud, a pesar de que siempre llego tarde, pulso el cero y observo como se ilumina dándome una especie de buenos días al que no presto atención. Por contra, lo que deseo es que por esas casualidades del azar tu hayas cerrado la puerta de casa en el mismo instante que yo para poder recibir esas dos palabras de tu boca. De tantos segundos que tiene la mañana, tiene que ser prácticamente en el mismo instante, o apenas el poco tiempo después que dura este pensamiento. 

Eso es lo que permite que cuando veo iluminarse la planta baja, contenga la respiración esperando que tu día se haya entrelazado casualmente con el mio. Muchas mañanas el ascensor pasa de largo y se disuelve el recuerdo pretérito de tu imagen con los primeros rayos de sol que golpean las pupilas al salir del portal. La esperanza de la primera escarcha de la mañana que se evapora irremisiblemente con el devenir del día.

Pero muchos otros, en esos segundos sin aliento que parecen minutos de mi piso al tuyo, la maquinaria frena de repente y el pesado descenso se detiene en un latigazo que se transmite del suelo a mi piel. Como un resorte saco el móvil, para aparentar despreocupación, no quiero sorprenderme mirándote mientras bajamos.

Abres la puerta. No sé si en esos momentos anteriores de espera imaginas si estaré o no, son ya demasiadas veces, o simplemente piensas en llegar al trabajo, en lo que harás durante el día o como te gustaría permanecer en la cama aún. Qué se yo, pagaría por ver tus pensamientos escritos con tu pintalabios en las paredes de ese ascensor. No creo que sea la tercera opción pues abres la puerta siempre con energía y miras dentro curiosa. Ahí están mis ojos esperando a los tuyos, claras y vastas tus pupilas se depositan en las mías, pero poco dura ese duelo amistoso de dos pistoleros en silencio. La distancia se disuelve en dos rápidos pasos mientras tu amplia sonrisa me saluda con el mismo número de palabras. Creo que dices buenos días pero no podría asegurarlo pues toda la atención que puedo concentrar se enfoca en aparentar despreocupación. Permanezco prácticamente inerte clavando mis pies al suelo con nerviosismo, acomodando bultos para que tengas más espacio en ese angosto ascensor que compartiremos unos segundos.

Te acomodas mirando hacia la puerta. Lo que hacen todos los vecinos del mundo al montar en ese espacio supuestamente común, como quien tiene un deseo irrefrenable de salir de allí cuanto antes. Se ha perdido lo común de ese espacio que suponía antaño, ya no conoces a los vecinos y sus familias ni preguntas sinceramente por ellos. Ahora,a lo sumo, habrá una conversación banal sobre el tiempo para superar esos momentos de angustioso silencio. 

Jamás he entendido porque a la gente le angustia el silencio.

Contigo es distinto, no parecemos necesitar palabras que rellenen el aire; basta con la suave respiración de ambos fingiendo que no nos prestamos atención. Después recorreremos otros pocos pasos en el mismo mutismo y te despedirás con la grácil delicadeza con la que abres la puerta. A veces llevamos la misma dirección pero tu despedida parece decir -hasta aquí, el resto del día es mío-, y te alejas caminando a grandes pasos hacia el coche.

Aunque me siento cómodo en ese silencio, he de confesarte que desde ayer pensaba en como tejer un hilo de conversación que poder deshilachar poco a poco a lo largo de los días bañados de casualidad, esperando convertirlos en causalidad, como un gato jugando con su ovillo. Unas palabras que parezcan lo suficientemente fortuitas mientras desenredan palabras de tus labios. No ha sido fácil, siempre tuve más facilidad en la guerra de trincheras que en el cuerpo a cuerpo, por eso siempre estoy frente a folios en blanco como este, agazapado esperando la señal para salir a tumba abierta.

Y ahí sigo, en la trinchera sin comprender como la estrategia ha quedado en papel mojado esta mañana. Cuando has abierto la puerta del ascensor mientras mi aliento se contenía en la garganta, has sido tu quien no ha podido frenar en el buenos días. Tus labios han seguido moviéndose acompasando a tu lengua para ser tu quien hayas deshilachado de mi boca una torpe conversación mientras intentaba volver a poner en marcha mi respiración con suficiente normalidad como para enmascarar mi sorpresa.

No ha sido fácil, pues llevo unos días con un respirar dificultoso que me acongoja y embarga. El médico no vio nada extraño pero quizá ahora tenga clara la causa: ese contener el aliento que me provocas cada mañana.