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martes, 19 de septiembre de 2017

El alfarero

De rodillas. Así, clavado en el margen del Arlanza intento llevar frescura a la boca en un trago que aplaque una sed eterna, como si fuera un Tántalo moderno también condenado al castigo, mientras mis manos se hunden en el río pugnando por rescatar algo valioso de este cieno. Un poco de arcilla que aplicar en las grietas que quedaron en el rostro, como el lecho de un río seco cansado de fluir sin motivo, es lo único que consigo que permanezca en mis manos. Después de muchas horas e intentos de hacer cuenco con ellas para llevar agua a la boca y ver como se evapora antes de acariciar mis labios, no queda tiempo para seguir aspirando a ello sin materializarlo.

Acabas creyendo que es en ese barro en el que hay que sumergirse para lograr que seque la piel. Y después arrancarlo de cada poro del cuerpo cuando bajo el castellano sol que nos contempla me haya servido de protección para no quedar agostado por las palabras. Y con esos restos empezar a esculpir ideas vanas que hasta entonces solo permanecen en la mente, ocultas a cualquier intento de externalizarlas si no es en papeles en blanco que ahora quedarían manchados. O quizá purificados por esta mezcla de tierra y agua que como elementos fundamentales me sostengan pegado a la vida, una que hace tiempo que es más vagar que reposo, más andar caminos perdidos que descansar días de trabajo. Hundirte un poco más en baños de lodo. 

Pero no importa,pues has visto artesanos capaces de transformar ese barro en mundos enteros construidos con las manos; en los que poder perderte, fabricando una realidad que te transporte al pasado, cuando todo era tan distinto en la vida. O simplemente, cuando se vivía en lugar de morir un poco más cada día.

Territorio Artlanza en Quintanilla del Agua

Por contra, cada nueva figura que mis torpes manos tratan de dotar de vigor acaba de la misma manera, partida en trozos cada vez más pequeños que se clavan en las yemas cuando tratas de recogerlos para reconstruir la idea que bullía sencilla en tu cabeza. Y la sangre oxigenada en alcohol se mezcla en dulce fluir y danza con la arcilla hasta dejarla inservible, una vez más, por el riesgo de que explote al hornearla cerca del pecho, pues el calor del corazón no entiende ni de verano ni de invierno.

Es el momento de alzarse en pie y entender mirando al cielo porque no eres capaz de terminar ninguna de tus obras. Es la lluvia que cae imperceptible sobre ti la que horada cada intento de dar firmeza a la arcilla, humedeciendo por dentro y por fuera tu tiempo, tus ganas, tu risa.

Y entonces, como último recurso desesperado imploras a quien nunca creíste para que cambie tu sino, liberándote de las pesadas cadenas que te atan a tu torno y permita por una sola vez trocar la prisión del barro por la posibilidad de modelar todo su cuerpo acariciándolo con mis manos.








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