Este blog surge en general de lo apuntado en la entrada inicial pero en concreto de la necesidad de sacar este texto de dentro un viernes cualquiera del frío enero burgalés y la propuesta lanzada por varias personas a raíz de compartirlo. Por eso es el texto elegido para iniciar el blog en sí y nada mejor que la foto que lo ilustra. Un bar cualquiera de La Latina en Madrid donde las botellas vacías tienen la misma importancia que las llenas o incluso más, porque quizá nunca se vaciaron del todo.
Autora: Patricia Martínez López |
LA BOTELLA
Él sabía que se estaba
envenenando pero no podía evitar sentir con placer el regusto dulce del líquido
penetrando en las heridas de sus labios cortados por el frío. Un frío que no
provenía del manto blanco que envolvía la ciudad aquella noche, sino de la
ausencia del calor de unos labios ajenos que siempre habían sido bálsamo y que
hoy tornaban tósigo.
En un minuto había rebañado hasta
la última gota de la botella. Pero era incapaz de recordar cuál era la última
que había tragado si la cerveza que no pidió o la de veneno que siempre
guardaba en el bolsillo izquierdo de la cazadora. En cualquier caso no tenía
importancia, ambas llevaban a lo mismo cuando pasaban por la garganta y le
calentaban el cuerpo, un calor amargo como el que se desprende de una hoguera
cuando ya solo quedan rescoldos tras una noche de llamas y jolgorio que termina
cuando se vislumbra el amanecer. Entonces todo el mundo tiene que encaminarse a
casa; tambalear sus cuerpos al compás de una música que hace tiempo dejó de
sonar y que se transformó en pasos inseguros crujiendo sobre el hielo.
Antes de tomar la decisión de regresar, había
estado tiritando durante horas; como un animal herido que se siente encerrado
en una jaula. Él tenía su propia jaula, ¿dorada? Seguramente, pero a él esos
barrotes bañados en oro simplemente le quemaban al contacto con las yemas de
sus dedos. Sabía que debajo de la fina
capa de oro, se ocultaba un hierro que se desharía fácilmente ante el ácido que
supone la mezcla de alcohol y noche, pero que volverían a erigirse
inquebrantables la mañana siguiente. Siempre se sintió Diógenes pero parecía
empujado por una fuerza irresistible a pensar como una especie de Midas. ¿Qué
fuerza?, ¿quién le empujaba? ¿Por qué no plantaba los pies en la tierra y
dejaba de retroceder? Balbuceaba cada vez que intentaba responder a estas
preguntas y nunca supo enhebrar una respuesta coherente con los hilos que el
resto ponían a su disposición. En sus años de juventud, había aprendido que lo
importante en una pelea es saber en qué momento y donde clavar los pies para resistir
asegurando tu espalda. Había estado pensando sobre ello en el último bar donde
las risas y el ruido del resto apenas le dejaban escucharse a sí mismo en la
discusión eterna que siempre rondaba su mente. Cerebro y corazón, acostados
cada uno en un hombro tras expulsarles de su cuerpo a base de alcohol; ambos
con consejos buenos y ambos equivocados. Nadie podía tener razón excepto él,
pero a su vez era esta razón la que le impedía seguir los designios que su
corazón marcaba.
Las preguntas se amontonaban en
su mente, pero en el fondo sabía que la clave de bóveda era la misma una y otra
vez, ¿qué quería? Cuando consiguiera resolver esta pregunta el resto de
respuestas caerían como una cascada incontenible que le arrastrarían a su
anhelo, al menos al que estaba en sus manos. O eso le gustaba pensar.
Sin embargo era tarde ya y las
manecillas del reloj anunciaban que una vez más sus reflexiones quedarían en
suspenso hasta la mañana siguiente. Por eso comenzó el camino de regreso con
decisión y pasos seguros que le llevaran inmediatamente al calor del hogar
donde sacudirse el frío. El de fuera y el de dentro.
Pero en un instante, estando próximo
ya al portal, notó algo extraño en el lado izquierdo del pecho, muy cerca de
donde intuía que debía estar el corazón según dictaba la sabiduría popular. Asustado,
se palpó con paciencia para ver que sucedía y tocó el frío vidrio de la botella
que creía ya gastada y arrojada en algún contenedor. La sacó con cuidado y sus
ojos proyectaron el temor que sentía al ver que de nuevo estaba repleta.
Aquella botella nunca parecía tener fondo.
Entonces, desenroscó con suavidad
el tapón y dio un largo trago. El calor estaba cerca, pero una vez más decidió
dar media vuelta para perderse en la oscuridad de la noche. Lo último que vi de
él mientras se alejaba fue el fulgor de la luz de una farola cualquiera
proyectándose en su amada botella.
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