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jueves, 9 de abril de 2015

La sonrisa del peregrino

La tormenta arreciaba aquella noche, no había dejado de castigar su andadura en unas horas que parecían meses. La oscuridad y el repiquetear de la gruesa lluvia sobre la tela plástica de su chubasquero era roto solo por un resplandor que iluminaba su semblante, triste en aquel punto del viaje, seguido del sonido profundo de los dioses gritando por su alma. Apenas podía mantenerse seco, ni por fuera ni por dentro, con aquel fino ropaje que había comprado en un bazar en su último viaje por tierras desérticas, así que decidió moverse buscando protección.

Aaron siempre había sido un peregrino. Pero de ese tipo que solo siguen adelante si no encuentran el calor de un hogar que le acoja, de esa clase a los que les pesan los pies para dejar la comodidad en búsqueda de nuevas aventuras. No tenía problemas en pasar largas estancias en un mismo lugar y en el momento de emprender viaje solo podía arrastrar los pies en busca de nuevos paisajes, aunque muchas veces regresaba a los ya conocidos para tener una visión novedosa de ellos. De hecho siempre le habían movido más las personas que los lugares.

También en el amor le gustaba pensar que era de ese tipo de peregrinos. En búsqueda continua, al final siempre había encontrado un chispazo que le había enganchado, un detalle que hacía diferente a la mujer que tenía enfrente. Cada persona tenemos un detalle que nos particulariza y nos hace atractivos para los ojos ajenos. A él le habían enganchado cosas muy diferentes: unas veces había sido la finura de unos labios que parecen querer esconderse para que sea más difícil besarlos, otras la forma de colocar las manos sugiriendo mil y un pensamientos o el dorado de unos ojos en los que ver reflejado el tesoro que todo hombre quiere encontrar. 

Con todo, cuando hablaba de ello, lo que más le gustaba era recordar la frase del personaje de Dante en la película Martin (Hache), creía que era una bonita forma de encerrar el secreto de la diferencia entre atracción y seducción: "Me seducen las mentes, me seduce la inteligencia, me seduce una cara y un cuerpo cuando veo que hay una mente que los mueve que vale la pena conocer. Conocer, poseer, dominar, admirar. La mente, Hache, yo hago el amor con las mentes. Hay que follarse a las mentes."
Esa había sido siempre su obsesión: sentirse atraído por un detalle y la necesidad de comprobar si detrás de ese detalle había también una mente que le sedujera. 

Necesitaba recuperar el calor de su cuerpo y la sequedad en su piel, por lo que decidió entrar en el primer sitio que encontró. Un antro de luz tenue donde pasar desapercibido y poder acercarse a la estufa que seguramente habría calentando el lugar. Abrió la puerta con pesadez pero con rapidez para resguardarse y vislumbró la estancia. Estaba más llena de lo que había esperado pero le serviría para su propósito de guarecerse unas horas.

Nada más entrar y dejar las ropas mojadas a un lado, reparo en otro de esos detalles que le habían cautivado toda su vida, que habían dirigido sus pensamientos mil y un días con sus mil y una noches de delirio. Una sonrisa. Había visto antes miles de sonrisas y le quedaban por ver otras miles porque siempre había encontrado el mayor placer en hacer reír, pero esa tenía algo especial para él. Quizá sería la pesadez del viaje que hacía anhelar un gesto amigo o quizá era verdaderamente especial. Quizá podría descubrirlo en esas horas.

Estuvo observando a la poseedora de esa sonrisa. Su aire era distraído pero sus ojos anunciaban más de lo que sus labios decían; el pelo parecía caerle sobre el rostro tratando de ocultar su boca de miradas indiscretas, pero era una misión imposible pues cuando reía, se extendía amplía y triangular por su faz queriendo llenar cada ángulo de esa sala, pareciendo anhelar iluminar la penumbra que apenas proporcionaban las dos lámparas amenazando con descolgarse del techo en cualquier momento y la pequeña llama de la estufa en un extremo. 

Después de unos minutos observando, creía haber descubierto el misterio de esa sonrisa. Combinaba a la perfección con el resto del rostro. La forma en que el cabello la escondía, la manera en que los párpados bajaban su intensidad para encerrar los ojos y el modo en que la sonrisa se desplegaba amplia pero retraída, con un aire de timidez que parecen demandar cuidado y protección, aunque en realidad no fuera necesario. 

Y entonces lo supo, su parada no sería por unas horas. Su viaje había terminado por el momento, necesitaba descubrir si ese detalle encerraba también seducción.

Y sonrió. Al fin sonrió. 


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