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jueves, 8 de septiembre de 2016

La reina de Londres

Las horas habían transcurrido lentas. Parecía ayer ya cuando contemplábamos ocultarse el sol tras ese skyline tan particular que se dibuja desde Primrose Hill. El día había amanecido con el frío de una noche a la intemperie pero habiendo girado el reloj no impedía ya que mi espalda estuviera empapada del cemento de Londres por el que había reptado intentando absorber con los ojos retazos de ciudad que pudiera hacer plenamente míos.

También hacía horas que me había quedado solo. En realidad eran meses, pero cuando paseas de noche por las tenues luces de la orilla del Támesis, contrastando con la iluminación nocturna de la ciudad y los puentes que la atraviesan cual cordones extrañamente insertos en un caro zapato de aguja, solo puede existir ese día y ese momento. El instante en el que uno se encuentra a sí mismo, cuando el vacío interior del silencio contrasta con el jolgorio de grupos de amigos y familias disfrutando de los placeres del recreo.

El deambular solitario y sin rumbo conduce siempre hasta calles estrechas y desconocidas, adyacentes a los grandes emplazamientos de interés turístico pero que parecen intuir otra ciudad. De la misma forma que la salida de la luna había transformado Londres en una urbe distinta a la que habíamos contemplado durante el recorrido diurno. El contraste de un sintecho a los pies de la National Gallery observado indiferente en su dormitar por policía y transeúntes, había secuestrado mi mente por unos minutos.



Absorto en esos pensamientos no sabía muy bien donde me encontraba aunque intuía el Támesis a mi derecha y la necesidad de seguir de frente hasta encontrar una calle que condujera a él. En la mano se me derretían recuerdos de mi ciudad cuando tropecé con tu mirada. Sé que nunca leerás esto, como intuyo que probablemente esos segundos no significaron nada para ti, pero no logro apartar de mi mente la expresión y el color de tus ojos de naturaleza salvaje. Y necesito exorcizarme a mi mismo con el ritual de tinta que tantas veces me llevó a abrirme el pecho en canal y esperar que el rocío que bañara mi rostro en la mañana se llevara los restos de sangre.

Cuando nuestros ojos conectaron mis piernas flaquearon por un momento antes de mantenerse firmes en el paso, como el movimiento que tu cuello realizaba acompasando el sonido que debía salir de tus cascos aunque entre nosotros solo existió silencio. Con el paso de los segundos el balanceo se volvió más lento y me permitió apreciar como briznas de tu pelo tiznado caían sobre los hombros queriendo escapar del gorro que te envolvía y donde la inscripción de Queen resaltaba brillante en el frontal reflejando a la perfección ese segundo. Allí sentada en la acera con tu música el resplandor de tus ojos verdes convirtieron aquella calle de Londres en el lugar donde cualquiera hubiera renunciado a su fe republicana si tu boca lo pedía.

Por un momento mientras seguía avanzando hacia donde estabas palpé mi bolsillo en busca del paquete de tabaco como excusa para la conversación, pero había olvidado que no fumo. Y ahí se consumió, como lo haría un cigarrillo, toda esperanza de que mi mente encontrara una razón para romper el silencio. Alcancé el lugar donde habías establecido el trono aquella noche sin haber perdido el sostén de tu mirada pero con la saliva pesada en la garganta aprisionando mis cuerdas vocales hasta dejarlas mudas.

Y así, seguí avanzando solo, dejándote atrás pero pensando en aquel encuentro hasta perderme de nuevo en la oscuridad de la noche. Como tantas veces he hecho, como tantas veces seguiré haciendo. Por el temor a caer sin darme cuenta que hace demasiado tiempo que estoy ya en el suelo.